viernes, 8 de febrero de 2013

Me siento culpable por haber aprendido a querer.

Entró y esperó. Esperó a que levantara la mirada buscando a cualquiera que no fuese ella. Sabía que al encontrarme con sus ojos el caos se sembraría en el espacio que nos separaba mientras alrededor todo giraba lento, muy lento; tan lento como cuando la incitaba a desnudarme cuando estábamos a solas.
Cuando nuestras miradas se cruzaron sentí un pinchazo en el pecho que rápido revolucionó mi cuerpo por dentro, que pronto llegó a mi alma. Me sonrió levemente, pero lo hizo con los ojos, sin dejar de mirarme, sin moverse del sitio, sin cerrar la puerta. Y yo ya no estaba allí. Tenía la cabeza en aquella cama que compartimos, el corazón en sus manos pendiente de un hilo y el cuerpo... Yo ya no tenía control sobre él. Mi cuerpo ya no era mío. Mi cuerpo era suyo.

Y recuerdo que apartó la mirada y sonrió, que mirando al suelo dijo "que guapa estás...", que el corazón me dio un vuelco al volver a escuchar su voz, que las piernas me flaquearon mostrando el poco control que tenía sobre mí misma si ella estaba cerca y que, como a cámara lenta, cuando se giró a cerrar la puerta, su pelo danzó al viento, posándose sobre su hombro derecho dejando al descubierto espalda y nuca, y ese lunar que había conquistado cada noche a la luz de la luna.
Y como embriagada, después de aquél instante, solo recuerdo su piel en mi piel, sus labios recorriendo mi cuello y mis dedos enredados en su pelo. 

Solo recuerdo que me sentía viva, pero también culpable por estar haciendo algo tan incauto y prohibido. Me sentía como si hubiera cortado todas las rosas rojas del jardín de la esquina. Como si esa pasión solo me perteneciera a mí.

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